Mirá el reloj, se derritió Cuando las obras preguntan qué hora es

Los vertiginosos adelantos tecnológicos de los últimos años, la velocidad de los acontecimientos y la supresión de los tiempos muertos han constituido una renovada y fructífera materia prima para el arte contemporáneo, que ha expandido su mirada a un tiempo otro, ya no el que conocíamos, hegemónico y lineal.

¿Cómo hacer frente entonces a los cambios en esa concepción lineal si no es planteando tiempos alternativos que la trastoquen, la retuerzan y reelaboren? La multiplicidad temporal vendría a proponerse como un modo de resistencia al ímpetu desenfrenado de un presente que urge ser desmontado o, por qué no, una manera satisfactoria de recuperar la soberanía perdida frente al tiempo que se escurre.

Interrupción, repetición, alteración, aceleración, retardo, condensación, duración, pausa, sincronización son algunos de los términos que nombran los distintos modos de manipulación de la temporalidad. Los trabajos de los ocho artistas que configuran la exhibición habitan su tiempo desde distintas perspectivas, arman una cartografía de prácticas y estrategias que dan cuenta de cómo se las arreglan para lidiar con la experiencia del tiempo en su obra, que en algunos de los casos ha sucedido por fuera de ella. La dialéctica que se establece para cada caso y cada contexto específico alinea y conjuga las temporalidades particulares o las extraña, para producir perturbaciones en la percepción del que las experimenta.

El video de Nicolás Gullotta, Sound of a Machine, resume una investigación de muchas semanas realizada en Bury St Edmunds, no lejos de Cambridge, que tuvo como protagonistas a un loro, un entrenador de aves y al mismo artista. Una investigación que, sin embargo, no era ni la refutación ni la comprobación de una hipótesis, sino más bien una experiencia sin propósito o, en todo caso, uno muy caprichoso: hacer que el guacamayo no se espantara al prenderse la cámara 16mm. Durante un minuto el pájaro imita el sonido de la cámara, lo hace propio, lo incorpora, apretando los innumerables días de instrucción que suponemos se necesitaron previamente.

Otra obra trajo también un ave a la selección de trabajos. Esta vez un palomo, protagonista de Bob Life, el video de Amalia Ulman. Bob sostiene un monólogo con voz cautivante durante los veintiún minutos de duración de la obra, y suena tan convincente que nadie podría pensar que esa voz no es la suya. En la descripción de las tribulaciones que atraviesa en esta nueva vida (prisión, la llama él) con la compañía de la “Idiota Humana” y su marido, parece casi increíble que en más de una oportunidad manifieste cuánto odia a los loros. El texto, tan perturbador como mordaz, es hipnótico de principio a fin y no queda más remedio que solidarizarse alternativamente con el ave o con su dueña, según sea el curso del monólogo. La memoria de un pasado reciente hace una doble entrada: la del palomo –afectiva–, en la que recuerda su vida anterior como campeón de carreras junto a la paloma a la que ama, y la de la artista misma –utilitaria en un principio, emotiva después–, que se establece cuando Ulman deja de percibir a Bob como un elemento para su trabajo y pasa a ser una presencia importante en la vida diaria.

En el 2015, y a propósito de su muestra Automerican, mantuvimos un intercambio intenso por Whatsapp con Alejandra Seeber. A medida que yo me internaba en el desarrollo de algunas de sus series, ella devolvía una pródiga colección de imágenes para describir sus procesos. Algo similar sucedió esta vez, cuando conversamos sobre mi idea para la muestra y en cuestión de minutos empezaron a llegar pinturas –algunas de ellas tan nuevas que se estaban secando– con indiscutibles guiños temporales: zonas netas de pintura que marcan la hora en un espejo, un reloj de arena desfigurado, el ícono de carga de una aplicación, un sillón rojo que alienta a la espera o el descanso. La artista suele enfrentar la tela en blanco pensando en espacios y complejiza la operación acelerándola con algunos procedimientos azarosos, fuera de su control, como en las serie One hour paintings, que desarrolló entre 2008 y 2015, en la que el reloj decidía cuando una pintura estaba acabada. Pero ¿qué está haciendo Seeber? ¿Espacializando el tiempo o temporalizando el espacio?

La geología, la naturaleza, la ecología, la geopolítica, tienen sus propios biorritmos, fatalmente alterados en las últimas décadas por la desidia, la insensibilidad o simplemente el desinterés. Irene Kopelman ha construido el cuerpo de su obra interrogando a la naturaleza con sus relevamientos interdisciplinarios, recapacitando sobre los desastres naturales por acción de fuerzas devastadoras, por el movimiento de las placas de la corteza terrestre o por cambios en las condiciones ambientales. En The Levy’s Flight reproduce rigurosamente las grietas en la lava endurecida de un volcán, más para entender el fenómeno que para componer una obra.
Reduciendo al mínimo “los cuadros por segundo”, consigue ralentizar el tiempo, y en ese paciente trabajo encuentra la forma, la decide.

Agustina Woodgate desgasta un globo terráqueo vintage para que se pierda la individualización de continentes y países. El globo ya no instruye entonces sobrefronteras y accidentes geográficos, sino que recuerda los momentos aciagos que vivimos, en los que el tránsito de mercancías no reconoce bordes nacionales, que sin embargo se hacen presentes para expulsar, segregar, olvidar. En Meteor, la artista lija escrupulosamente la superficie de la Tierra con un doble interés: el deseo de hacer reflexionar sobre las diferencias humanas y el de señalar también las inquietantes políticas implementadas por los Estados.

Si de catástrofes climáticas se trata, es evidente que uno de los correlatos más conmovedores es la extinción de especies, que ya no pueden con tanto sobresalto ni con tanto cambio inclemente. Mónica Giron, en Ajuar para un conquistador, una temprana obra del ’93, alertó sobre estas desgracias. Con amorosa dedicación tejió y tejió pulóveres y medias con lana merino para algunas de esas especies que en gran número y en pocos años dejaron de habitar el suelo patagónico. Una colección de prendas pequeñas que evocan cuerpos dispares, reunidos en un gesto esperanzador que quizás podría revertir el curso inflexible de la pérdida.

La genealogía del arte argentino, que Marcelo Pombo homenajea y reactualiza en Girasol manifestándose por la historia del arte, se nutre de muchos artistas que habitan los bordes del canon, y también de otros cuyas obras son mucho más reconocibles pero que aparecen intervenidas con el uso casi “torpe” de herramientas provistas por la tecnología. En este particular ejercicio de la memoria, se articulan de igual a igual su respeto y admiración genuinos, y también un llamado de atención político sobre cómo el olvido corrompe la memoria. “Yo nunca soy irónico en mis obras, creo en lo que estoy haciendo, y quiero lo que hago”, dice. En los ensamblajes artístico-emocionales de sus esmaltes –como es el caso de Noche fría– aparece su interés por lo “bonito”, un adjetivo más casero, menor, pariente lejano de lo bello, que convierte a elementos de decoración pobres, discretos, sencillos, más propios de las manualidades, en parte esencial de sus pinturas, que a esta altura ya son su reconocido copyright.
Alfredo Londaibere, coetáneo de Pombo, es también un artista del bricolaje, del acople y del encaje, que supo cómo detectar magistralmente afinidades y fricciones entre materiales diversos para convertirlos en collages personales. Así, las revistas de decoración de hace varias décadas, con sus ornamentos adocenados, bastante kitsch y pretenciosos, se eclipsan por la superposición de siluetas femeninas en poses descaradas, engalanadas de joyas y relojes suntuosos y caros. Un modo de hacer doméstico, una manera intensamente zen que siempre practicó para dar a luz trabajos renuentes a las clasificaciones que el arte multiplica.

Las palabras inspiradas de otros dos artistas –uno visual, otro músico– están presentes en el título de la muestra. Encontrar uno que ilumine el sentido de la selección nunca es una tarea menor y casi siempre llega al final, como una coda. A veces la ayuda viene de la literatura, otras de las voces de artistas que admiro, en no pocas oportunidades de la música. Esta vez el título llegó al principio, de la mano de Eduardo Navarro. Al pedirle que reaccionara a una línea de una canción de Gustavo Cerati –Mirá el reloj, se derritió–, con una velocidad asombrosa devolvió una lluvia de títulos posibles de estrafalarias asociaciones. Cuando las obras preguntan qué hora es –una expresión muy a la Navarro– pone la mira en cómo el arte propaga preguntas que interpelan la época.

Sonia Becce
Agosto 2018

Artistas participantes:
Marcelo Pombo, Monica Girón, Alejandra Seeber, Irene Kopelman, Nicolás Gullotta, Agustina Woodgate, Amalia Ulman

 

Mirá el reloj,
se derritió Cuando las obras preguntan qué hora es

Desde el 25 de agosto al 25 de septiembre de 2018.

Barro Arte Contemporáneo
Caboto 531
Ciudad Autónoma de Buenos Aires