Gerardo Oberto. Ni papagayos, ni bufandas, ni barcos

 

Las flores de Gerardo Oberto
Un ramo de flores puede significar muchas cosas, sin dejar de ser de todos modos un objeto silencioso. Si bien el amor y la muerte requieren tradicionalmente un tipo de expresión floral, digamos, la forma y los colores de algunas flores, bastante habituales, pueden implicar la suspensión de las preguntas por el sentido. Su contemplación al mismo tiempo suspende las actividades prácticas y remite a la falta de finalidad de esas formas que la naturaleza prodiga. Quien mira esas flores por su apariencia, absorto en su forma y su tonalidad, no sabe, no quiere saber nada de su utilidad. Claro que las flores son órganos sexuales de las plantas, pero su sentido parece escamotear esa función.

Por otro lado, como se ve en los ramos de Oberto, pintados, registrados, expuestos y velados, existe una larga historia de la pintura de flores, una subespecie de la “naturaleza muerta”, que también podría llamarse “vida quieta” o “seres detenidos”. En esa tradición, como otros tantos objetos sometidos al tiempo, las flores representaban lo efímero, la advertencia de que este momento, detenido en el cuadro, va a pasar. Toda flor es la promesa de su marchitamiento. Por eso quien la contempla, sin pensarlo, asistiría a la meditación sobre su propio fin. Justo en el momento en que se olvidó de sus propios fines prácticos, cuando no quiere conocer ni utilizar, el espectador percibe la belleza fugaz de unas formas libres que le revela, como una imagen invertida, la libertad irrepresentable de su propia vida fugaz, que diariamente pierde el tiempo en alcanzar metas evanescentes.

Pero la advertencia de la muerte en los antiguos bodegones parecía impugnada por los brillos y los reflejos de su acabamiento perfecto. Porque si el objeto pintado se habría de marchitar a la brevedad, acaso el cuadro podrá perdurar y contener por más tiempo ese esplendor momentáneo. En los ramos flotantes de Oberto, en frascos, en mesas invisibles, el tiempo está escrito técnicamente. Toda imagen es ya su marchitamiento potencial. Manchas, goteos, rayas de un registro viejo, huellas de capas diversas, toda la materia de la imagen envuelve esas flores, que sin embargo siguen afirmando su instante de existencia plena. ¿Acaso la libertad soberana de pintar reside en esa posibilidad de afirmar lo que brilla, la presencia viva de algo, y al mismo tiempo expresar su caducidad?

No estamos en un jardín. Las flores, cortadas, grabadas, se desdibujan y se esconden tras velos grisáceos o verdes o chorreados. Por eso atraen la mirada que la visión directa de flores ornamentales, tridimensionales, vendidas o robadas o encontradas, no podía apartar del sentido de la palabra “flor”. Lo que sumerge al ojo en el fondo secreto de donde surge el ramo, como brota un recuerdo súbito de la masa de lo olvidado, es la textura de lo que no existe. La flor no tiene ya razones para ostentar su forma ni su color, pero detrás de esa ausencia de significados aparece la indiferencia del mundo: su misterio que gira y que brota en un aspecto destinado a desaparecer.

Antes del fin, en el transcurso de nuestro fin tal vez, la pintura habrá detenido el tiempo de estar encerrados en nosotros mismos para que una gota oscura o una línea que atraviesa la imagen con una recta ajena a la naturaleza despierten la atención, la llamen. Digo una “flor”, la ausente de todo ramo, porque su sílaba no está hecha de pétalos ni tiene ningún perfume; se parece más a la foto y al diseño de su imagen mental que a su materia orgánica perecedera. Aun cuando la imagen no salve la cosa pintada, parece afirmar que todavía vive y cautiva el objeto inaccesible de su deseo: hacer ver.

Texto de sala por Silvio Mattoni

 

Gerardo Oberto
Ni papagayos, ni bufandas, ni barcos

Desde el 11 de marzo al 12 de mayo de 2023
Curaduría: Georgina Valdez Cristofani
Entrada libre y gratuita.

The White Lodge. Office Gallery
Lavalle 1447. 4to - 10
Ciudad Autónoma de Buenos Aires